Me fue conquistando poco a poco, mientras trabajaba de maestro en
Aguilar de la Frontera y recorría la Sierra de Cabra en compañía de
Manolo Mejías, amigo y catedrático de Ciencias Naturales. De aquellos
días conservo una profunda pasión por esta vieja dama de los años 30 del
siglo XIX, reinventada y transformada en revolucionaria hippie en los
60 del siglo pasado, al aportar las pruebas que removerían
definitivamente las viejas teorías. Desde entonces, y para no olvidarla,
la busco en cada viaje y disfruto enseñando sus entresijos a los pocos
alumnos/as de cuarto de la ESO que han optado por conocerla. Hablo de
la Geología, una Ciencia que duerme un sueño profundo, adormecida por la
manzana envenenada que algún sesudo asesor del MEC le suministró hace
algunas décadas.
La belleza de la Ciencia radica en que es el reflejo de la verdad, como
sostenía Heisenberg. Yo creo, además, que la Geología es bella por la
sencillez con la que describe los elementos inertes del planeta (rocas,
estructuras, relieves, etc.) y los integra en una teoría global que
explica su origen y evolución. Sus detalles son complicados, pero no lo
es su esencia: Las piezas del puzzle terrestre, denominadas placas
tectónicas, se mueven arrastradas por las inmensas corrientes de roca
plástica del manto, gracias al calor del núcleo. En ciertos lugares se
separan unas de otras, construyen dorsales oceánicas y mueven los
continentes. En otros, los bloques litosféricos se acercan y chocan,
originando cadenas montañosas. Mientras, en la superficie del globo, el
aire y el agua tallan las formas del relieve y arrojan sus detritos
(sedimentos) a las cuencas marinas, para devolverlos reciclados en otro
lugar, en forma de materiales rocosos de las nuevas cordilleras. Una
especie de ying-yang planetario que funciona desde que se solidificó la
corteza terrestre, hace unos cuatro mil millones de años. Y en medio, la
vida, respondiendo con su evolución a estas fuerzas antagónicas.
De cerca, sin embargo, la Geología se manifiesta en formas concretas y
diversas, a veces espectaculares. En Córdoba encontramos impresionantes
ejemplos que nos revelan una agitada historia local y nos brindan la
oportunidad de intuir el abismo del tiempo geológico: Al norte, las
imponentes crestas cuarcitosas de la Sierra de Santa Eufemia, que
destacan sobre el suave relieve granítico del Valle de los Pedroches,
elevadas por empujes orogénicos hace unos 400 millones de años. En la
zona central de la provincia, los fósiles de trilobites más antiguos de
Europa, atrapados en rocas de la Sierra de Córdoba, con una antigüedad
que supera los 500 millones de años. Y en el Sur, la famosa Cueva de
los Murciélagos, labrada durante eones por el agua de la lluvia y el
dióxido de carbono atmosférico en las rocas calizas de la Sierra de
Zuheros.
Los conocimientos geológicos son, además, herramientas muy útiles para
la sociedad. Obviando su aplicación a las minas y a las canteras, éstos
nos permiten comprender y prevenir los daños causados por los terremotos
y las avenidas. De los primeros ya nos ocupamos en su día en este mismo
diario, por lo que sólo voy a recordar que Andalucía es una región
sísmica y que “no matan los terremotos, sino el colapso de los
edificios”, según Pedro Alfaro, experto geofísico de la Universidad de
Alicante. Respecto a las segundas, piense el lector/a en el río
Guadalquivir, que serpentea por nuestra provincia abandonando a su paso
los sedimentos que han configurado el valle que lleva su nombre. Las
intensas lluvias de los dos últimos años han arrasado muchas de las
construcciones ilegales de su margen derecha, consentidas por las
diferentes administraciones. Con unos mínimos conocimientos geológicos,
ciudadanos/as y gobernantes podrían entender que todas estas
edificaciones están en la llanura de inundación y que el río toma
posesión de lo que le pertenece cuando la atmósfera deja caer con ira
su carga torrencial. Un poco de voluntad política y la planificación del
territorio harían el resto.
Duerme profundamente la vieja dama de Charles Lyell en su tálamo
olvidado. Abandonan las aulas, ignorantes de sus secretos, la mayoría de
los alumnos/as de la ESO. Mientras tanto, nuestro docente y paciente
corazón espera que un glorioso y paleontólogo príncipe, forjado en la
búsqueda de nuestros orígenes en alguna excavación burgalesa, le dé por
fin un ardiente beso. Es posible que entonces las autoridades académicas
se convenzan del potencial educativo de esta Ciencia y la despierten
de su letargo educativo, integrándola de forma didáctica y efectiva en
el currículo obligatorio.
Diario Córdoba, 2 de noviembre de 2011