jueves, 3 de noviembre de 2011

La bella durmiente


Me fue conquistando poco a poco, mientras trabajaba de maestro en Aguilar de la Frontera y recorría la Sierra de Cabra en compañía de Manolo Mejías, amigo y catedrático de Ciencias Naturales. De aquellos días conservo una profunda pasión por esta vieja dama de los años 30 del siglo XIX, reinventada y transformada en revolucionaria hippie en los 60 del siglo pasado, al aportar las pruebas que removerían definitivamente las viejas teorías. Desde entonces, y para no olvidarla, la busco en cada viaje y disfruto enseñando sus entresijos a los pocos alumnos/as de cuarto de la ESO que han optado por conocerla. Hablo de la Geología, una Ciencia que duerme un sueño profundo, adormecida por la manzana envenenada que algún sesudo asesor del MEC le suministró hace algunas décadas.

La belleza de la Ciencia radica en que es el reflejo de la verdad, como sostenía Heisenberg. Yo creo, además, que la Geología es bella por la sencillez con la que describe los elementos inertes del planeta (rocas, estructuras, relieves, etc.) y los integra en una teoría global que explica su origen y evolución. Sus detalles son complicados, pero no lo es su esencia: Las piezas del puzzle terrestre, denominadas placas tectónicas, se mueven arrastradas por las inmensas corrientes de roca plástica del manto, gracias al calor del núcleo. En ciertos lugares se separan unas de otras, construyen dorsales oceánicas y mueven los continentes. En otros, los bloques litosféricos se acercan y chocan, originando cadenas montañosas. Mientras, en la superficie del globo, el aire y el agua tallan las formas del relieve y arrojan sus detritos (sedimentos) a las cuencas marinas, para devolverlos reciclados en otro lugar, en forma de materiales rocosos de las nuevas cordilleras. Una especie de ying-yang planetario que funciona desde que se solidificó la corteza terrestre, hace unos cuatro mil millones de años. Y en medio, la vida, respondiendo con su evolución a estas fuerzas antagónicas.

De cerca, sin embargo, la Geología se manifiesta en formas concretas y diversas, a veces espectaculares. En Córdoba encontramos impresionantes ejemplos que nos revelan una agitada historia local y nos brindan la oportunidad de intuir el abismo del tiempo geológico: Al norte, las imponentes crestas cuarcitosas de la Sierra de Santa Eufemia, que destacan sobre el suave relieve granítico del Valle de los Pedroches, elevadas por empujes orogénicos hace unos 400 millones de años. En la zona central de la provincia, los fósiles de trilobites más antiguos de Europa, atrapados en rocas de la Sierra de Córdoba, con una antigüedad que supera los 500 millones de años. Y en el Sur, la famosa Cueva de los Murciélagos, labrada durante eones por el agua de la lluvia y el dióxido de carbono atmosférico en las rocas calizas de la Sierra de Zuheros.

Los conocimientos geológicos son, además, herramientas muy útiles para la sociedad. Obviando su aplicación a las minas y a las canteras, éstos nos permiten comprender y prevenir los daños causados por los terremotos y las avenidas. De los primeros ya nos ocupamos en su día en este mismo diario, por lo que sólo voy a recordar que Andalucía es una región sísmica y que “no matan los terremotos, sino el colapso de los edificios”, según Pedro Alfaro, experto geofísico de la Universidad de Alicante. Respecto a las segundas, piense el lector/a en el río Guadalquivir, que serpentea por nuestra provincia abandonando a su paso los sedimentos que han configurado el valle que lleva su nombre. Las intensas lluvias de los dos últimos años han arrasado muchas de las construcciones ilegales de su margen derecha, consentidas por las diferentes administraciones. Con unos mínimos conocimientos geológicos, ciudadanos/as y gobernantes podrían entender que todas estas edificaciones están en la llanura de inundación y que el río toma posesión de lo que le pertenece cuando la atmósfera deja caer con ira su carga torrencial. Un poco de voluntad política y la planificación del territorio harían el resto.

Duerme profundamente la vieja dama de Charles Lyell en su tálamo olvidado. Abandonan las aulas, ignorantes de sus secretos, la mayoría de los alumnos/as de la ESO. Mientras tanto, nuestro docente y paciente corazón espera que un glorioso y paleontólogo príncipe, forjado en la búsqueda de nuestros orígenes en alguna excavación burgalesa, le dé por fin un ardiente beso. Es posible que entonces las autoridades académicas se convenzan del potencial educativo de esta Ciencia y la despierten de su letargo educativo, integrándola de forma didáctica y efectiva en el currículo obligatorio.

Diario Córdoba, 2 de noviembre de 2011

Casimiro Jesús Barbado López/ Asociación Profesorado de Córdoba por la Cultura Científica

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